miércoles, 21 de enero de 2009

Taxografías


El principio de la razón artística
Quizás no fue por falta de vocabulario adecuado que en la Grecia clásica utilizaran un mismo término para lo que hoy llamamos arte, oficio y mera habilidad productiva. Además de expresar esta polisemia, la palabra teckné aludía también a la imposibilidad de separar aquello que cohabitaba en la substancia hilemórfica, esto es, la forma y el fondo, o, como se diría posteriormente, el significante y el significado.
Cualquier obra que privilegia o amputa uno de los dos aspectos cae necesariamente en lo artesanal vacío de contenido, lugar en el que lamentablemente se encuentra buena parte del grabado actual; o acaba, por el contrario, en un fondo informe, como esas pinturas salidas de las manos de los esquizofrénicos, con demasiada idea pero poco desarrollo. Otro de los peligros, sin duda alguna, es el de intentar reconciliarlos armónicamente en una totalidad perfecta, apacible y tranquilizadora.
En los grabados de Inés González, se conjugan, pero en plena tensión discordante, los dos aspectos de aquella antigua palabra, intercambiando incluso a veces los papeles. En su obra, la técnica ya es el tema, y viceversa, pero burlando la identificación. El querer-decir juega como el querer-hacer en una lucha sin tregua en donde es imposible la plena separación, pero también la fusión. A la pregunta ya clásica que suele hacer el espectador, a saber: ¿qué ha querido significar el artista con todo esto?, se le reenvía al procedimiento técnico, en el que la cálida madera de las raíces y de las ramas (hyle, la denominaban aquellos griegos) es sometida al desarraigo del frío metal de la plancha, a su impacto impresor. Nos encontramos pues ante unos grabados en los que la técnica ya evidencia el sentido, que no es otro que el del exilio perpetuo y el de un duelo inacabable. Dicho de otro modo, la razón suficiente del arte es el destierro.
Fragmentos, desgarros, fracciones y extremos amputados de un jardín botánico son los elementos que aparecen repetidos en los grabados de Inés González. Heridas imposibles de cerrar, cicatrices imborrables que surcan el grabado, abombándolo o hundiéndolo mediante gofrados cada vez más acentuados, impugnan una totalidad imposible, la de cualquier paraíso.
Parece como si una legión de larvas minadoras hubiera escapado de los jirones de las plantas utilizadas en las calcografías, viviendo en los intersticios del papel. Quizá se aprovechan de la celulosa del soporte, creando nuevas galerías que mimetizan el crecimiento y la floración de su antiguo huésped para pasar inadvertidas dentro de ese nuevo hábitat en el que han sido desterradas.
Julio Díaz